Ostras, ostras

Aquellas ostras eran amigas de toda la vida. Vivían en el mar del Caribe, resguardadas del peligro bajo una roca plana. Esto les permitía observar el paisaje, disfrutando de la luz vertical del sol ecuatorial.
-Míranos- se lamentaba una de ellas- aquí toda la vida, sin poder movernos, sin poder ir en busca de nuestra comida.
Las otras abrían sus bocas aburridas, esperando que la corriente les trajera algo de alimento. Las rayas, los peces loro, mariposa o león deambulaban felices acercándose a la superficie y zambulléndose de nuevo tanto como les placía. 
Cuando llegaba el mal tiempo para todos, las ostras se alborozaban. “A río revuelto, ganancia de pescadores”, soñaban. Las tormentas repentinas removían la arena y arrastraban el plancton a las hambrientas ostras.
El pasado mes de marzo una tempestad cambio sus vidas. Un golpe de mar destrozó una roca en mil pedazos, muchos de los cuales fueron a alojarse en el interior de las ostras de la colonia. Los más cortantes hirieron sus corazones. No había manera de deshacerse del dolor continuo que les provocaba.
Otra de ellas decidió convertir la tragedia en oportunidad. Construir en vez de quejarse. Aprovechar la adversidad para obtener algo de valor. 
Intuyó que siempre se podía sacar algo bueno de una mala experiencia, al fin y al cabo era lo que habían hecho toda la vida: alimentarse en las tormentas. Así es que, usando sus armas, abrazó la roca y la envolvió con saliva, y mucha paciencia, hasta que en pocas semanas dejo de doler. Siguió el abrazo y la paciencia, y la herida sanó completamente. 
Un año después, aquella roca era una perla preciosa.




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