Diario de confinamiento. Día 31


Antonio Egea
Profesor
12 de abril de 2020


Diario de confinamiento
Día 31

0:56. Intentaba dormir. Pero después de una cena pantagruélica parece que será difícil, al menos de momento. Llevamos 31 día de confinamiento forzoso, y todos tratamos de llevar una vida ordenada, eso nos recomiendan. Mantenerse activo, seguir un horario de trabajo, comidas, y ejercicio físico. No abandonar esas rutinas ayudará a pasar mejor el encarcelamiento.
Para los que lean esto dentro de unos años: prácticamente todo el planeta estamos confinados en nuestros hogares. No estamos en guerra, ni bajo los efectos de un accidente nuclear o químico. Nos hallamos así por una pandemia de gripe que se descubrió en Asia y que en cinco meses ha paralizado el mundo.
De toda crisis sale también algo bueno y de momento ésta ha unido a vecinos que se hablan desde las ventanas, a familias que pasan tiempo juntas, ha despertado el espíritu creativo, adormecido des del siglo XIX cuando la capacidad inventiva era cuatro veces mayor a la de ahora. Algunos escriben, muchos cocinan, otros pintan o cantan. El cielo se ha dejado de contaminar, y muchos se dan un tiempo para reflexionar.
La mayoría echa de menos el contacto físico de las personas que amamos. Las pantallas y el teléfono no pueden sustituirlo. Familiares, amigos, compañeros de trabajo están lejos, quizá a pocos metros o kilómetros, pero no podemos visitarlos. Una pandemia nos ha bloqueado.
Parte del tiempo lo llenamos ordenando el lugar que habitamos, y eso nos lleva indefectiblemente a la nostalgia. Hallamos fotos, cartas, libros y objetos que no transportan al pasado, siempre imaginado feliz. En mi caso, lo más parecido a lo que vivo estas jornadas ocurrió en mi infancia, cuando mi padre nos prohibía salir a mis hermanos y a mi los días de lluvia. Recuerdo una Semana Santa lluviosa que pasamos todas las mañanas en el hogar, un ínfimo piso de paredes irregulares, donde la tele nos entretenía a partir de las 5. El resto del tiempo lo llenábamos haciendo dibujos, escribiendo, mirando por la ventana el campo de trigo que teníamos en frente y sobre todo leyendo. No contábamos con muchos libros, y por eso los releíamos. Recuerdo el Diccionario Enciclopédico Básico donde aprendí, y aún lo cito en mis clases, que el Marxismo es la doctrina seguida por Carlos Marx y sus secuaces, o que Franco era el caudillo de España por  gracias de Dios  que liberó a la nación de las garras del comunismo. Lo cito como ejemplo de adoctrinamiento, obviamente. También recuerdo con nostalgia la enciclopedia Básica Argos, donde desde muy pequeño aprendí el por qué de muchas cosas, dónde estaban, cómo funcionaban ... en 6 tomos que devorábamos, conocimos personajes de la historia, la literatura, el arte o la ciencia. Puedo decir cena pantagruélica entre otras muchas cosas gracias a esos maravillosos tomos rojos. Despertaron en mí las ganas de aprender y crecer como individuo.
Lo que a mi me parecería un castigo aquellos días, resultó vital para mi felicidad futura. Quién sabe si éstos días nos traerán más beneficios que perjuicios a la mayoría de los habitantes del planeta. Seguro que no pensarán así todos los que han perdido o perderán familiares o amigos. Además, hoy, personalmente, desconozco el alcance y la magnitud de la pandemia, dónde llegará, si me afectará a mi directamente, y sobretodo cuándo acabará.

Pero no ha sido necesario detener el movimiento de rotación. Escrito en el asiento de un bus leí ¨que paren el mundo que me apeo”. Eran los años setenta, tiempos convulsos. La transición política, social y económica era inquietante. Mi mente de once años ya veía necesario que la gente dejara de correr, se detuviera y dedicara tiempo a si mismos, a meditar y a  cuestionarse dónde iba cada uno. El jueves salí a la farmacia y caminé por calles desiertas, silenciosas. La sensación fue la que expresaba el mensaje del bus: el mundo se había detenido para pensar cómo seguir en esta época caótica.

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